jueves, 15 de septiembre de 2016

3.- "Gil Gómez, Insurgente" novela histórica de Juan Díaz Covarrubias

BREVE RESEÑA BIOGRÁFICA DE JUAN DÍAZ COVARRUBIAS:  (Adaptado de:  http://ebiblioteca.org/?/ver/37429  enlace de bibliotecas digitales)

La lucha por la independencia de México, iniciada por Miguel Hidalgo y Costilla el 15 de septiembre de 1810, tuvo continuidad en los combates entre liberales y conservadores y, como una forma de expresar los acontecimientos (a pesar del tiempo transcurrido), poetas y narradores se dieron a la tarea de escribir sobre la conflagración y sus graves consecuencias.

Dentro de la literatura sobre la Independencia destaca la novela “Gil Gómez, el Insurgente”, de Juan Díaz Covarrubias (Xalapa, Veracruz, 27 de diciembre de 1837 - Tacubaya, Distrito Federal, 11 de abril de 1859), quien fue escritor y poeta mexicano de ideología liberal. Covarrubias estudiaba medicina y prestaba socorro urgente a los heridos del general liberal Santos Degollado cuando fue apresado y mandado a fusilar en inmediaciones de lo que hoy se conoce como Tacubaya.

Díaz Covarrubias fue discípulo de Ignacio Ramírez y de Ignacio Manuel Altamirano, así como amigo del joven abogado Manuel Mateos, quien fue otro de los mártires de Tacubaya y hermano del famoso escritor Juan A Mateos. Este último relató así la muerte de Díaz Covarrubias, quien tras ser fusilado se pudo saber que las balas no lo mataron, por lo que “…agonizante, fue arrojado sobre un montón de cadáveres, algunas horas después aún respiraba… ¡Entonces lo acabaron de matar, destrozándole el cráneo con las culatas de los fusiles!”. A raíz de su asesinato, Manuel Acuña lo llamó el Poeta Mártir.
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Recuerda que al final de la lectura, como en cada ocasión ocurre, inserto tres preguntas que te pido respondas y envíes al correo electrónico angello.206.m@gmail.com  para seleccionar la mejor e insertarla en esta sección e incluso en el Periódico Matutino "ESTADO DE VERACRUZ".  ¡Participa! Espero tus comentarios

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¡Disfruten la lectura!

Capítulo IV
Donde se da a conocer el pasado de Gil Gómez

Antes de pasar adelante, es necesario que el lector haga un conocimiento más perfecto que el que ahora tiene con el joven Gil Gómez. Una tarde en que don Esteban volvía a la hacienda, que hacía poco tiempo había arrendado, después de haber faltado de ella quince días, empleados en un viaje a Veracruz para el arreglo de la exportación a Tampico de un poco de tabaco, lo primero con que lo recibieron sus criados fue con la nueva de que esa mañana se había encontrado debajo de uno de los árboles de la huerta una cuna que contenía a un niño, de un año poco más o menos, y un papel que nadie había leído aún, esperando la vuelta del hacendado. Don Esteban se hizo conducir al lugar donde provisoriamente se había colocado la cuna, y encontró en ella un niño de la edad designada; pero lo que más conmovió el corazón del honrado arrendatario fue el ver que su hijo Fernando, entonces de la edad de dos años y medio solamente, hacía caricias y sonreía al recién llegado, que con esa dulce ignorancia del presente y confianza de la niñez se había dormido profundamente.
Los criados pusieron en sus manos el papel que se había encontrado en la cuna; lo abrió y leyó las siguientes palabras:

«Señor: » El niño que ahora se coloca en vuestras manos, confiando en la bondad de vuestro corazón, es hijo de la desdicha y no del crimen.
»Su padre ha muerto antes que él naciera, y su infeliz madre ha venido casi arrastrándose desde los confines de Yucatán para amparar a su inocente hijo en la casa de un pariente acomodado en Oaxaca; pero la desgracia la persigue en todo, y ayer ha sabido que ese pariente ha muerto repentinamente.
»Ella acaso morirá también muy pronto, pero será con el consuelo de haber dejado a su hijo bajo el paternal amparo de un hombre tan caritativo como vos.
»El niño no ha podido ser bautizado aún».

El honrado don Esteban se alegró verdaderamente de este incidente, que traía un compañero a su hijo Fernando. Hizo venir a una nodriza que se encargase de la crianza y cuidado del niño, y éste fue bautizado solemnemente, dándosele el nombre de Gil por el día en que había sido encontrado, y don Esteban no vaciló un momento en hacerle llevar su nombre de familia.

El niño creció y se desarrolló rápidamente; a la edad de dos años ya parecía un muchacho de cuatro, según su estatura y la facilidad con que corría por los largos corredores de la hacienda en compañía de Fernando, que como hemos dicho era un año mayor que él.

Nada parecía haber heredado de la tristeza que el infortunio había dejado en el corazón de sus padres, pues por el contrario era vivo, alegre, bullicioso; era, en la extensión de la palabra, lo que se llama generalmente «un muchacho travieso», una «piel de Barrabás», «un Judas». Aunque su inteligencia era naturalmente despejada, sin embargo, desde un principio pareció poco apto para el estudio; el estudio del silabario y las primeras letras, que desde la edad de cuatro años seguía con Fernando, bajo la dirección del anciano maestro de escuela de San Roque, que venía todos los días a la hacienda; y no era porque dejase de comprender las lecciones que éste le enseñaba; nada de eso, sino que en vez de estudiar gustaba más de correr detrás de las mariposas en las huertas, de jugar revolcándose en el suelo con los perros de la hacienda, que ya le conocían, de seguir a los vaqueros al campo para ver la ordeña o la encerrada del ganado, de lazar a los cerdos en el chiquero, de arrojar piedras a los frutos maduros que estaban fuera de su alcance, y de cantar y armar gresca todo el día.

Eso sí, le bastaban sólo diez minutos para aprender lo que Fernando había conseguido en media hora de trabajo, y por eso el buen cura de San Roque, al ver la prontitud con que comprendía desde luego lo que se le explicaba, y su admirable memoria, decía sonriendo aquel antiguo proverbio latino:

Nolo sed possum, si voluisse potuisse.

Así es que a la edad de diez años, mientras que Fernando leía perfectamente, escribía con corrección, poseía los primeros principios de matemáticas y lo más notable de la historia sagrada y profana, Gil Gómez, habiendo perdido su tiempo, leía tan cancaneado, deletreando tan a menudo, equivocándose con tanta frecuencia, que era casi imposible entenderle; no era menos con respecto a la puntuación, de la cual tenía ideas tan imperfectas que creía se debía hacer una pausa después de las palabras que tenían acento, y cargar la pronunciación en la letra donde había coma.

Sus planas eran un arlequín, un álbum de historia natural; aquellos signos parecían todos los objetos de la creación, árboles, casas, hombres, y no las letras del abecedario; y no era por torpeza, sino que ni ponía atención a la muestra donde copiaba; además, casi siempre derramaba la tinta sobre la plana, que entonces se hacía más ininteligible, y esto le ocasionaba algunos castigos y reprimendas del bueno y prudente maestro de escuela. En cuanto a la aritmética, hacía números 1 que parecían 9, 2 que parecían 4, y 5 que difícilmente se distinguían de un 8; creía que 4 por 4 eran 8, 6 por 6 12, y que los ceros a la izquierda valían 10. No estaba muy fuerte tampoco en la historia, y respondía con mucho despejo a las preguntas que se le hacían, diciendo que Noé había sido rey de las Galias cuando éstas fueron invadidas por Moisés, y que Nerón, en compañía de Judas, Goliat y la Samaritana, eran los únicos que se habían salvado del diluvio con que Dios castigó el orgullo de los israelitas; pero en cambio, a los doce años Gil Gómez ganaba las carreras a pie y a caballo que se solían apostar algunos domingos, en el gran corral de la hacienda, entre los mozos; montaba a los becerros grandes sólo pasando a su lomo una cuerda; trepaba a los árboles más elevados para coger nidos de esos pájaros de vivos y primorosos colores que tanto abundan en esas regiones; ponía trampas en los bosques a los conejos y las ardillas, y aun alguna vez desaparecía un día entero de la hacienda, volviendo ya al caer la tarde con un saco de red al hombro cargado de peces, a quienes echaba el anzuelo en un sitio en que el río, bastante profundo, los traía en abundancia, pero situado a más de una legua del pueblo.

Estas travesuras, estas excursiones, le ocasionaban grandes reprimendas de don Esteban; pero el regaño pasaba pronto y, en cambio, Gil Gómez en la noche hacía en el portal que estaba delante de la casa, o en los corredores, una lumbrada como las que había visto hacer en los bosques a los pastores y a los arrieros, y allí condimentaba de mil maneras los productos de su cacería o de su pesca, reservando, antes de comer, la mejor parte a Fernando, que aunque generalmente andaba y corría junto a él, no siempre se atrevía, por temor de causar cuidado y pena a su padre, a acompañarle en tan largas y peligrosas excursiones.

Hasta aquí no hemos hecho más que la relación de las travesuras y malas cualidades de Gil Gómez, pero nada hemos dicho de sus buenos instintos y de sus nobles sentimientos. Ninguna ruin pasión había encontrado hasta allí acogida en su alma; no era ni envidioso, como es tan común que lo sean todos los niños de esa edad, ni vengativo, ni apegado al interés, ni adulador con sus mayores, defectos que son igualmente generales en la infancia; por el contrario, Gil Gómez se contentaba con lo que se le daba y lo recibía sin murmurar, sin comparar si era inferior a lo de Fernando, sin enorgullecerse si era superior; una travesura o una mala partida que le hiciesen los demás muchachos de la hacienda o del pueblo, entre los cuales tenía por otra parte una gran popularidad, la pagaba con la indiferencia o con una buena acción; era muy poco apegado al dinero, y del que solía recibir de don Esteban, reservaba una pequeña parte para sus gastos menores, tales como recomposición de sus redes, honorarios al herrero de San Roque por la compostura de su escopeta, por la hechura de anzuelos, por clavos, municiones y pólvora; regalando el resto a los demás muchachos o distribuyéndolo a los pobres, tales como el baldado que se ponía todos los domingos en el cementerio de la iglesia, la ciega que venía en las mañanas a pedir limosna a la hacienda, o el viejo soldado cojo que tocaba la vihuela y refería escenas de batallas, o reservando su pan cuando carecía de reales. En las riñas y cuestiones de los demás muchachos, él era siempre llamado como juez, tomando siempre la parte del que tenía más justicia, o en igualdad de circunstancias del débil contra el fuerte; los contendientes se mostraban generalmente contentos de su fallo, pero si alguna vez un rebelde desconocía a la autoridad o se desmandaba en palabras injuriosas contra su representante, entonces el juez, dejando a un lado la gravedad del magistrado, se convertía en ejecutor de la ley, arrancando de las manos del rebelde litigante el objeto causa de la riña, y pasando de las razones a las obras, aplicaba una dolorosa corrección al mal ciudadano, que se levantaba del suelo lloroso pero convencido.

Gil Gómez ponía en todos estos actos tal sello de grandeza, aplicaba el castigo con tanta sangre fría, sin encolerizarse, sin que los insultos lo hiciesen parcial, sin humillar al vencido, que éste no se creía con derecho para odiar a un vencedor tan magnánimo, y al reconocer en él la superioridad que dan la fuerza y la justicia, acababa por ser su mejor amigo.

Pero entre los nobles sentimientos que se albergaban en el corazón de Gil Gómez había uno mil veces más desarrollado que los demás; era un amor entrañable, una adhesión profunda a Fernando, su compañero de infancia, su hermano querido. Un deseo de éste era para Gil Gómez una orden impuesta por él; asimismo no había placer completo si Fernando no participaba de él; no podía vivir un momento separado de él; en las excursiones que ambos hacían algunas veces con peligro de una caída, Gil Gómez temía por la seguridad del joven y velaba por ella como lo haría una madre con un hijo pequeño. Por otra parte, estaba pródigamente recompensado, pues Fernando le amaba con el mismo cariño; desde la infancia ambos habían dormido en un mismo lecho, habían participado de las mismas alegrías o pesares de niños, habían llevado unos mismos vestidos, iguales juguetes; si uno era tímido, estudioso y naturalmente melancólico desde niño, si el otro era travieso, alborotador y alegre, ambos tenían iguales buenos sentimientos.

Gil Gómez, hijo privilegiado de la naturaleza, seguía en todo las leyes de ésta. Se levantaba al rayar el día, cuando en la hacienda todo el mundo dormía aún; tomaba el desayuno, que consistía en una enorme taza de leche, al aire libre, entre los vaqueros ordeñadores y las vacas que llenaban el patio de la hacienda, y la mayor parte de la mañana la pasaba en compañía de Fernando, ya en excursiones a pie o a caballo a las cercanías, ya en sus juegos en la huerta; distribuía él mismo el maíz y el grano a las palomas y demás animales domésticos, que estaban tan acostumbrados a su vista que luego que se presentaba en el patio destinado para ellos corrían a él, y le rodeaban sin desconfianza; estaba muy al tanto de los animales muertos o nacidos el día anterior, recogía los huevos y vigilaba a las gallinas encluecadas, eliminando del resto de sus compañeras a las que estaban afectadas de algunas de las enfermedades que él conocía ser contagiosas, y que distinguía perfectamente bien. Sabía el número existente de vacas de ordeña, de becerros, de bueyes para el arado, de caballos, de perros, de palomas, que había en la hacienda, dando siempre importantes noticias de todo esto a don Esteban y al mismo administrador; conocía todos los animales dañinos a los plantíos de tabaco y maíz y el modo de destruirlos o librarse de ellos, las horas en que éstos acostumbraban caer sobre las siembras para hacer sus estragos; entre los infinitos ruidos que pueblan el aire, sabía distinguir el grito del águila, del gavilán y de todas las aves que giran en derredor de los sembrados; de manera que, advertido de la proximidad de éstos y conociendo los plantíos objeto de su codicia, corría a ocultarse entre ellos, con su escopeta y correspondiente provisión de pólvora y municiones, causando graves estragos sobre las bandadas de tordos y haciendo importantes capturas de algunas aves grandes y de variados colores; en la era distinguía sobre la tierra las huellas de los conejos, de las liebres, de los topos y de las ardillas; disecaba todos estos animales perfectamente, de manera que su cuartito parecía un gabinete de historia natural, un museo zoológico; había allí, en efecto, desde el águila caudal, cuya pupila atrevida parece formada para graduar a su antojo la intensidad de los rayos solares, hasta el ligero y gracioso colibrí, el pájaro o galán de las rosas; desde el gavilán de corvo pico, terror de las palomas, hasta la tortolilla y el rojo cardenal, sorprendidos en su nido al nacer. Pocos libros, muchos instrumentos de herrero, carpintero y disecador, algunas redes descompuestas o en recomposición, anzuelos, municiones, pólvora, ese pêle-mêle que indica los hábitos y las inclinaciones del hombre; he aquí el conjunto del cuartito de Gil Gómez.

Hasta las doce, diez minutos antes de la llegada del maestro, solía Gil Gómez, cuando solía, leer precipitadamente la lección señalada, o hacer su borroneada plana, para cumplir con los mandatos de aquél, y durante la hora que duraba la lección en todo pensaba menos en atender a la explicación, cansadísima generalmente y siempre poco inteligible.

A la una en punto se comía en la hacienda, y Gil Gómez se deleitaba profundamente viendo que casi todo lo que se servía era producto de la misma hacienda, desde la carne hasta el fríjol y las verduras de la huerta; es decir, había en él una eterna admiración a los objetos maravillosos y provechosos de la creación; cada una de sus palabras era un himno al Autor de la naturaleza; su alegría nunca se había turbado; amado por don Esteban y Fernando, popular entre los criados, libre a su antojo, teniendo todo lo necesario, el cielo de su vida no se había enlutado con las nubes del dolor, a pesar de que ya había llegado a la adolescencia. Solamente un día en que el maestro, al ver que no sabía una lección atrasada de una semana, le dijo por estimularle:

-Pues, ciertamente, no sé en qué piensas con no querer aprender. Don Esteban puede morir de un día a otro, y tú, siendo huérfano, nada posees. Entonces ya no tendrás quien te mantenga.


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¡Hasta aquí! Sin embargo, te invitamos a que, por medio de internet, explores y conozcas la obra completa de este autor poco conocido. Ahora...¡las tres preguntas!

1.- ¿Que similitudes hay entre Gil Gómez y un estudiante que poco aprovecha sus estudios y el tiempo para prepararse para la vida?

2.- Gil Gómez disfruta de su apacible vida adolescente y del espacio en que vive, ¿qué opinas de la vida que lleva el protagonista en esta interesante e importante etapa de su vida?

3.- Te invitamos a seguir leyendo más novelas históricas ¿conoces a otros autores? Dinos quienes son.

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